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martes, 6 de octubre de 2009

Nia.-


Susurras a mi oído la palabra desequilibrada mientras me dejo caer en tus brazos de miel, y así, tu bajas en descontrol convirtiendo el silencio en un cruel carnaval para luego lamer el regocijo de mis piernas entrelazadas como fuertes cadenas que desean no saber nada de lógica moral.
Es en ese instante cuando mis manos se abren y recorren el momento, intentando atrapar el aire escondido en el edredón, oh mi querida Nia el placer encontrado en esta clausula conductual me ha elevado y no quiero saber de nadie que no seas tu, eres la llave perfecta para este lío de cadenas para liberar este desenfrenado sentir. Sumisa al sonido pronunciado, me ordenas y yo acato para comprar la salvación con mis gemidos intolerantes, el no saber de nada me atrae como un imán, esta inconciencia es el Nirvana terrenal.
Quiero mirar toda esta escena para aumentar la líbido, porque ya no me importa evitar sentirme tuya, tuya como nunca, ajena a mi cuerpo, ajena a todo lo antes vivido, y mientras escuchamos como el mundo no se detiene tras estas paredes siento el vaivén que acumula energía entre tu y mi útero, cual pacto recreado para caer en una profunda conmoción.
Así, enajenada clavo mis uñas a tu blanca espalda (las que no hacen el suficiente daño como para dejar la sangre correr entre tu piel y la mía), para no perder el equilibrio de dos cuerpos hermosos que alcanzan la cima al unísono, entonces no dejamos de coincidir porque sabemos que existe entre nosotras esa complicidad única, aquel lazo que nos ata y nos hace sentir con una similitud impresionante.
Esta es la derrota de la moral y la lógica.
A la mañana siguiente amanezco con mi piel incrustada en tu entrepierna, aun enajenada de tanto sentir.
Oh querida Nía, ¿Acaso eres tú a quien estoy condenada a sentir?

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El lobo.

El lobo.