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sábado, 25 de septiembre de 2010

Cuarenta minutos.


Cuarenta minutos tarde mientras Ella esperaba friolenta junto a dos sujetos desconocidos.
Fuimos hasta su casa, no muy lejos de donde habíamos quedado en vernos, se abrigó y me entregó un chocolate, sorpresa o detalle que devoré en un instante.
Caminamos hacia el Sur a paso apresurado, por el frío quizá que bajó sin avisar, mientras me reía de no sé cuanta cosa me contaba.
Más tarde, sentadas en un bar no podía dejar de mirarla atentamente, escuchando con todos mis sentidos despiertos en su máxima expresión para captar cada detalle de movimiento alguno que delatara lo que realmente estaba buscando.
Sobre la mesa Ella desnudó de a poco sus pensamientos, pude ver un dolor simplificado que aun dejaba huellas en su mirada. Aquel lugar donde pocos se atreven a mirar. Dentro de si. Siento que algo más hay. Cerca de sus entrañas. Me intriga.
Le increpo su excesiva solidaridad hacia el ser ebrio que pide humildemente 30 pesitos.
·No, no y no Alicia, así le fomentas el vicio.
Responde que todos tenemos derecho a tomar y asumo que evidentemente tiene razón.
Nos vamos y entre autos estacionados camuflamos el humo verdusco que expelen nuestros pulmones.
Pienso que me gusta y mucho. A pesar de haberla visto mínimas veces me parece guapísima además de ser una mujer con mucho que decir y tanto por caminar.
Mirarla era entrar a un profundo vértigo siendo sus palabras las que me ataban las manos para no caer de bruces al suelo y dejar al descubierto mi secreto afán por Ella.
Nos fuimos a otro bar. Sus acordes desequilibraban mis ideas, lo unico que estaba a mi alcance era sonreir cubierta de nervios. Una cerveza condimentada avivó aun más mi extrañeza por Ella.
Sonrisas cómplices, un poco de coqueteo y de pronto nos besamos. Todo cuanto estaba alrededor se desintegró. Por unos minutos todo se tranformó en unidad. Luces encendidas ahora deterioradas, voces en silencio ingenuo desviando sus miradas a lo que en ese instante se producía. No eramos cuerpo alguno, solo un sentir enardecido con solo el juego de nuestros labios.
La miré, aguardé silenciosa, sin necesitar palabras en ese momento para explicar el por qué de ese beso. Mi corazón latía como martillando mi pecho y seguía sin entender la dirección de mi piel estremecida.
No quería ponerle fin a esa imagen, pero me debía ir.
Caminamos de la mano, besándonos de vez en cuando. Quedamos en que nos veríamos al día siguiente.
No quería irme, pero debía.
Han pasado más de doce horas de aquel encuentro furtivo y ya deseo con aquella sutil urgencia volver a verla.

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El lobo.

El lobo.