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martes, 4 de mayo de 2010

Una A Una


En el restaurante, con la segunda copa, las manos cogidas sobre la mesa desnuda, renovamos de nuevo nuestra promesa de matarnos mutuamente. Tu bebes ginebra, se disuelve en tu cuerpo; yo bebo fumet y masco su humo y su mugre fragante, nos volvemos tierra, somos ya parte del suelo y dondequiera que estemos, estamos también en nuestra cama, pegadas, desnudas, tendidas una junto a la otra, medio inconscientes tras el amor, oscilando hacia atrás y hacia adelante en los límites de la conciencia, flotantes y abrazados nuestros cuerpo. Tu mano aprieta la mesa. Temes un poco que me vuelva atrás. Lo que no quieres es yacer un año en una cama de hospital tras un ataque fulminante, incapaz de morir o de pensar, no quieres estar atada a una silla madiciendo. La habitación a nuestro alrededor está en penumbra, globos de márfil, cortinas rosas ceñidas a la cintura; afuera se alza un crepúsculo estival leve y luminoso. Te digo que no me conoces si piensas que no te mataré. Piensa en lo que hemos flotado juntas, ojo con ojo, pezón con pezón, sexo con sexo, las dos mitades de una criatura que a la deriva sube hasta los bordes, y más arriba; ya me conoces de la sala de partos iluminada y salpicada de sangre: si un león te tuviera entre las fauces, yo le atacaría; si son tus muñecas las cuerdas que te atan el alma yo te las cortaré solo por verte caer una y otra vez.

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El lobo.

El lobo.